UN CLÁSICO REVISITADO. Muerto a los 33 años, Ramón López Velarde ingresó de inmediato en la leyenda. José Vasconcelos, ministro de Educación, editó 60 mil ejemplares de la revista El Maestro con su poema “La suave Patria” y el presidente Álvaro Obregón decretó tres días de luto cívico. No hay nada más equívoco que un “poeta nacional”, como se ha llamado a López Velarde. Nadie puede suplantar con sus versos a un país. El autor de La sangre devota ha contado con el dudoso privilegio de representar las esquivas esencias vernáculas. También ha sido el poeta más y mejor leído de México, de la temprana interpretación de Xavier Villaurrutia a las rigurosas ediciones preparadas por José Luis Martínez, pasando por los ensayos decisivos de Allen W. Phillips, Martha Canfield, Octavio Paz, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. Autores de mi generación o cercanos a ella, como Luis Miguel Aguilar, Marco Antonio Campos, Guillermo Sheridan, David Huerta, Gonzalo Celorio, Vicente Quirarte, Víctor Manuel Mendiola y Eduardo Hurtado han contribuido a mantener viva la flama de su poesía. En 1946 afirmaba José Luis Martínez: Todos coincidimos, caso excepcional en este país de díscolos, en la preferencia, en la adhesión y en el amor por la poesía y la prosa de López Velarde. Desde entonces nada ha escapado a la pericia crítica. Se han discutido minucias como la referencia al “ala de mosca”, tela translúcida ideal para el truco poético de ocultar y revelar un cuerpo, y sus influencias han sido aclaradas; nuestro poeta desciende de Góngora, Valle-Inclán, Nervo, Laforgue, Lugones, Othón, Rodenbach y Baudelaire. En un brillante ensayo, el escritor potosino Luis Noyola Vázquez esclareció las deudas de López Velarde con el español Andrés González Blanco, que entendió la provincia como un sitio abandonado al que regresa la memoria adolorida: aquella melancólica capital de provincia desoladamente burocrática. En estos versos se insinúa la “tristeza reaccionaria” del poeta mexicano. Ramón Modesto López Velarde nació en Jerez, Zacatecas, en 1888. Alcanzó la madurez poética de 1908 a 1921, año de su muerte, lo cual significa que escribió durante la Revolución. Su acendrado catolicismo no le impidió colaborar con Francisco I. Madero. Esta militancia y su tardío poema “La suave Patria” permitieron que fuera visto como un autor “nacionalista” e incluso “revolucionario”. No faltó quien le atribuyera fragmentos del Plan de San Luis. López Velarde creía, para decirlo con palabras de Enrique Krauze, en una “democracia sin adjetivos”. Apoyó a Madero, pero repudiaba la violencia y lanzó dardos contra Zapata. En junio de 1914, una división villista mató a Inocencio López Velarde, tío del poeta y sacerdote en su bautizo. El asesinato reforzó su rechazo a la lucha armada. No sabemos cómo habría reaccionado ante la Guerra Cristera o ante el México jacobino y postrevolucionario. En un ejercicio desmitificador, José Emilio Pacheco lo imagina favorecido por el presidente Miguel Alemán, quien fue su alumno en la preparatoria, ocupando cargos en la burocracia cultural, convertido en una parda gloria oficialista. En ese mundo paralelo fabulado por Pacheco, el poeta venerado es Pedro Requena Legarreta, quien murió a los 25 años y que hoy casi nadie recuerda. Ignoramos lo que López Velarde habría hecho para consolidar o entorpecer su trayectoria con una vida dilatada. La posteridad está hecha de malentendidos y modifica la vida de sus favoritos. López Velarde es un personaje central del relato de la modernidad mexicana. Vivió en crisis con su país, pero su destino fue similar al de José Guadalupe Posada. El grabador murió en el anonimato, sin saber que era un artista. En forma póstuma, fue convertido en precursor de una revolución en la que no creía. Su talento para trazar cuadros de costumbres y sintonizar con el humor del pueblo, hizo que, por extensión, se asumiera que militaba en causas progresistas. No fue así. Revolucionó el grabado sin compartir la ideología revolucionaria. A diferencia de Posada, López Velarde sí fue maderista, pero no creyó en las promesas de los demás caudillos. Como ha señalado Gabriel Zaid, su nacionalismo es el del criollo que defiende la identidad amenazada por la influencia norteamericana. No busca el pintoresquismo ni la acorazada permanencia de la tradición. Su estilo para buscar lo propio es audaz. Zaid resume esta tensión con una frase maestra: en López Velarde encontramos “la mala conciencia originalísima que exalta los valores de una manera muy poco tradicional”. Al defender la costumbre, la transforma. Octavio Paz precisó los límites del fervor patrio velardiano: Su nacionalismo brota de su estética —y no a la inversa. Es parte de su amor a esa realidad que todos los días vemos con mirada desatenta y que espera unos ojos que la salven. Su nacionalismo es un descubrimiento. El cantor de “La suave Patria” recupera lo propio con el asombro sensorial de quien nunca lo ha visto. Como Quevedo, puede afirmar: “Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado”. Las discusiones en torno a los dos libros que publicó en vida (La sangre devota y Zozobra) y a sus tres libros póstumos (Son del corazón, El minutero y El don de febrero) han sido suficientes para mitificarlo y desmitificarlo. “El muchacho de Zacate- cas nos plantea, dentro de sus diez años de ejercicio, más de mil referencias bibliográficas”, comentó Juan José Arreola. De un poeta así queremos saberlo todo. Al respecto escribe Pacheco: “No nos basta con tus poemas: queremos entrar a saco en tus papeles privados, revisar tus sábanas, descubrir tus huellas digitales, exhumar tu cuenta bancaria (tú ni siquiera llegaste a tenerla), tu historia clínica”. Y re- mata: “Has caído en manos de la policía judicial literaria”. Convertido en estatua, santo milagrero, calle y sitio web, López Velarde sirve de pretexto para que un tequila se llame La suave Patria y para que se bautice a las niñas con el nombre de Fuensanta, su inalcanzable musa. Mártir cristiano, héroe cívico, leyenda digna de un corrido, el hombre que murió a la edad de Cristo se somete al fecundo placer de la lectura y a los equívocos de la adoración. Por otra parte, se trata de un clásico “hacia dentro”, que rara vez rebasa nuestras fronteras. Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo lo admiraron; Guillermo Sucre, Martha Canfield y Allen W. Philips le han dedicado páginas notables, y Samuel Beckett lo tradujo, pero no deja de ser un autor que apenas se conoce fuera del país. La mejor semblanza que le dedica un extranjero es ficticia. Pablo Neruda inventó que había vivido en la casa de los López Velarde en Coyoacán: [...] todos los salones estaban invadidos de alacranes, se desprendían las vigas atacadas por eficaces insectos y se hundían las duelas de los suelos como si caminara por una selva humedecida [...]. La casa fantasmal conservaba aún un retazo del antiguo parque, colosales palmeras y ahuehuetes, una piscina barroca, cuyas trizaduras no permitían más agua que la de la luna, y por todas partes estatuas de náyades del año 1910. El poeta jerezano, que nunca compró una casa, merecía el paraíso lunar que le imaginó Neruda. Celebrado hasta la devoción en México, López Velarde aún depara zonas de misterio. Una de ellas es su influencia en la narrativa. LA POESÍA DE LA PROSA Cuando un alumno de la Universidad de Cornell se acercaba a Vladimir Nabokov en busca de consejo para escribir una novela, el dramático emigrado ruso contesta- ba: “Lee poesía”. La gran narrativa del siglo xx fue una intensa aventura poética que llevó los nombres de Jorge Luis Borges, William Faulkner, Hermann Broch, Thomas Mann, Marcel Proust, James Joyce, Italo Svevo, Juan Carlos Onetti, Ramón María del Valle -Inclán, Vladimir Nabokov o Juan Rulfo. En alemán, la palabra “Dichter” se refiere a un poeta pero también a un narrador de envergadura. Goethe extendió su búsqueda poética a la novela entendida como una forma absoluta e íntima del conocimiento. No buscaba imitar los discursos de la ciencia o la filosofía, sino investigar lo real con los medios de los que sólo dispone la literatura. En 1933, Hermann Broch llamó a proseguir esta tarea en su ensayo “La figura del mundo en la novela”. Ahí exalta la condición polifónica de la prosa y la necesidad de ejercer una “impaciencia del conocimiento”, donde las conjeturas son llenadas por la imaginación. En nuestra época, determinada por el mercado, la mayoría de las novelas carece de textura literaria y apenas se distinguen de los guiones de cine. Sin embargo, esta banalización de la prosa no impide la existencia de obras resistentes que sobrevivirán a los best-sellers de cada verano. No es extraño que autores como Álvaro Mutis, Martín Adán o Gilberto Owen hayan prolongado el incendio de su poesía en la prosa. A propósito de las deslumbrantes narraciones de El minutero, Marco Antonio Campos recuerda la sentencia de Baudelaire: “Sé poeta, aún en prosa”. Los gran- des narradores del idioma, de Felisberto Hernández a Fernando Vallejo, siguen ese mismo impulso. La repercusión de López Velarde en los prosistas aún está por estudiarse, pero no hay duda de que buena parte de nuestra narrativa le está en deuda, de Juan José Arreola a Álvaro Enrigue, pasando por Daniel Sada y Fernando del Paso. En su descripción de personajes, Martín Luis Guzmán suele contrastar el aspecto animal —físico— de un cuerpo, con el toque cultural —psicológico— que le impone el corte de pelo o la elección de las ropas. Algo le debe a las estampas logradas por López Velarde. En El minutero el poeta metido a cronista escribe: Cuando Othón llegaba a San Luis Potosí con su cabeza a rape y embutida en los hombros, contemplábamos su marcha sobrecogidos como párvulos ante una fiera suelta. Este retrato del poeta dominador encuentra un eco sugerente en Martín Luis Guzmán: “El Caudillo tenía unos soberbios ojos de tigre, ojos cuyos reflejos hacían juego con el desorden algo tempestuoso de su bigote”. Othón es una fiera impetuosa con cabeza a rape, mezcla de impulso y disciplinado rigor; el Caudillo es un tigre que lleva la astucia en la mirada y promete el caos en su bigote. Jesús Gardea revela en su tensión estilística y en las agobiantes atmósferas que definen sus historias la huella de Onetti, pero también el toque sensual de López Velarde para dar vida a los enseres cotidianos. Uno de sus cuentos trata del valor casi sagrado que adquiere una guitarra. Los protagonistas son mineros, hombres solos. A medida que avanza la trama, entendemos que el instrumento musical es lo único que los acerca, feliz y amargamente, al cuerpo de una mujer. Imposible no asociar esto con el sensualismo velardiano ante los objetos: “No hubo cosa de cristal, terracota o madera, que abrazada por mí, no tuviera movimientos humanos de esposa”. La ironía de Ibargüengoitia para describir los peinados de las señoras decentes de provincia, el ambiente de un cuento como “Muñeca reina”, de Carlos Fuentes, y los diálogos a un tiempo arcaicos y renovadores de Juan Rulfo muestran la huella del poeta. EL TESTIGO, narrar entre comillas En algún momento del año 2000, el poeta Luis Miguel Aguilar me dijo en una dilatada sobremesa: “Se ha dicho todo sobre López Velarde; lo que hace falta es convertirlo en personaje”. Recordamos la forma en que José Saramago resucitó a Pessoa en El año de la muerte de Ricardo Reis. El ejemplo servía de estímulo, pero también de freno. “Si te lanzas”, prosiguió Luis Miguel, “te doy dos consejos: no publiques ningún fragmento antes de terminar y usa comillas”. Saramago fundió su prosa con los versos del poeta sin establecer límites entres ambos. En opinión de Luis Miguel, ese logrado artificio se podía hacer con Pessoa, que asumió los nombres de diversos heterónimos y cuya obra, al decir de Antonio Tabucchi, es “un baúl lleno de gente”. Él mismo se había despersonalizado, era todos y ninguno, el afluente de un río común. En cambio, López Velarde no podía disolverse en otro autor. A principios de 2001 leí un capítulo de la novela en ciernes en la Casa del Poeta, ubicada en Álvaro Obregón, antes Avenida Jalisco. Ahí murió López Velarde. El poeta Antonio Deltoro, organizador del acto, preguntó al final de mi lectura: “¿Usas comillas en las citas?” Le contesté que sí. “¡Quítalas!”, ordenó. Él había escuchado el texto y, según sabemos, las comillas no se oyen. Su comentario fue estimulante, pero sentí que quien leyera las páginas tendría la tentación de saber dónde comenzaba y dónde terminaba la voz de López Velarde. Durante un año me dije a mí mismo que escribía una novela. En realidad pensaba en las comillas. La duda es menos superficial de lo que parece. Saramago basó su libro no sólo en la obra de Pessoa sino en la biografía de uno de sus heterónimos, Ricardo Reis, inventada por el propio poeta. El dato más enigmático de ese autor imaginario es que se ignora la fecha de su muerte. Desde el título, Saramago prolonga una historia previa. Al ocuparse de El año de la muerte de Ricardo Reis pone sus pasos en las huellas trazadas por Pessoa. El testigo trabaja el tiempo de otro modo. La novela se sitúa en el presente. Después de 24 años en el extranjero, el investigador literario Julio Valdivieso regresa a México. El país vive la alternancia democrática. En ese contexto, Julio intuye que su familia puede tener papeles perdidos de López Velarde. En El año de la muerte de Ricardo Reis volvemos a la época de Pessoa y su fantasma preside la narración; en El testigo, un filólogo busca el pasado desde el presente y utiliza a López Velarde como un espejo de su propia vida. La novela no resucita al poeta; lo convoca; dialoga con él a la distancia. Las comillas son imprescindibles. LA INTIMIDAD DE LA NOSTALGIA Buena parte de El testigo se ubica en una hacienda en los linderos de San Luis Potosí y Zacatecas. La llamé Los Cominos en alusión a Bledos, hacienda de mis tíos (que algo importe un bledo equivale a que importe un comino). Algunos lectores han confesado que el mundo de López Velarde les queda lejos. Pacheco escribió su ensayo “Las alusiones perdidas” para enumerar las muchas cosas que hemos dejado de comprender en sus versos. Otras quizá nunca se comprendieron. Pero sus imágenes decisivas no re- quieren de contexto. Mientras los transgénicos no reinventen los vegetales, podremos disfrutar la descripción de la “pecosa pera” y la “temerosa legumbre” (en esta última incluso se advierte el pavor a los transgénicos). Aunque las panaderías han tratado de modernizarse con el nombre de “panificadoras”, aún podemos respirar el “santo olor de la panadería”. ¿Y qué decir de la eterna ilusión de medir a una muchacha “con dedos maniáticos de sastre”? Es difícil que el encanto de los ambientes velardianos se pierda del todo porque no depende de una reconstrucción realista, sino de la evocación de una realidad perdida. El poeta no celebra la provincia para mantenerla intacta; muestra sus entrañables ruinas. Cuando Italo Calvino leyó la obra del utopista Fourier se sorprendió de que la brillante descripción de una ciudad futura le produjera un asombro desprovisto de emoción. Su indiferencia se debía a un hecho significativo: esos espacios carecían de vida. Planeados para el futuro, no habían sido usados. Sólo nos conmueve lo que incluye un desgaste, la huella de una presencia. Calvino aquilató esta enseñanza al componer Las ciudades invisibles, donde describe parajes nunca vistos con la nostalgia de quien sabe que estuvieron habitados. Para López Velarde, el terruño tiene el mismo signo. No es un lugar de idilio, sino un “edén subvertido”, como lo llama en un poema de título elocuente (“El retorno maléfico”), una región emocional a la que sólo se puede volver en el recuerdo, vale decir, en la literatura. No necesitamos conocerla para sentirla. El autor mismo es víctima de un extrañamiento. En la prosa “En el solar”, el lugar del origen se convierte en un erial. ¿Qué hay ahí? “Fantasmas, fantasmas, fantasmas”. Las inevitables “alusiones perdidas” pueden frenar a un tipo de lector, pero no a la mayoría. En mi caso, la primera lectura de López Velarde me remitió a un mundo del que me sentía parte, al menos de un modo tangencial. Conocía las viejas casonas de San Luis Potosí porque ahí vivían mis primos. La disminuida hacienda de Bledos y el vecino pueblo de Villa de Reyes tenían todas las características de Jerez. Además, una pariente nuestra, Teresa Toranzo, de “ojos verdes como esmeraldas expansionistas”, había sido novia del poeta en sus tiempos de juez en Venado. López Velarde dijo que abandonó ese puesto porque no soportaba expulsar de las casas a la gente que no pagaba la renta. Según la leyenda familiar, en realidad huyó de las consecuencias de una relación comprometedora con la ojigarza Teresa. Esta aproximación autobiográfica me preparó para uno de los temas decisivos de López Velarde: la sensación de pertenencia. No me refiero a la nacionalidad con que nos define un pasaporte ni al dudoso orgullo promovido por las gestas patrias. El poeta reclama una adhesión sensorial. En una de sus prosas más conocidas, “Novedad de la patria”, habla de los estragos de la Revolución y extrae de ahí un aprendizaje. El país roto le permite concebir “una patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa”. Vivida desde la emoción, la historia nacional es un “instante subjetivo”. Sin embargo, fatalmente somos de un sitio y no de otro. López Velarde encuentra las señas de identidad en los sentidos. Ciertas palabras, la coloración de la luz, una melodía perdida, los sabores de la infancia, nos hacen sentir que ese lugar es “nuestro”. La patria es el único sitio al que se regresa. Podemos ir por el mundo pero sólo hay un lugar al que volvemos de verdad. No es casual que muchos poemas velardianos cuenten la historia de un retorno. El “color local” es una invención literaria y López Velarde lo ejerce con maestría. Ajeno al pintoresquismo, crea un entorno que nunca ha existido de ese modo pero resulta más genuino que la realidad. Octavio Paz juzga que su visión de la Historia es anticuada para su tiempo: [...] insensible al rumor del futuro que en esos años se levanta en todos los confines del planeta [...]. Lo que desveló a Marx, Nietzsche o Dostoievski, a él no le quita el sueño. Ciertamente, López Velarde no creyó en la aurora del progreso, las utopías, el impulso mesiánico de modificar el horizonte. Fue escéptico, desconfió del papel regenerador de la violencia y enfrentó la Historia en clave personal. Esto, que lo aparta de su época, lo acerca a la nuestra. La falta de sed de futuro que le reprocha Paz coincide con la desconfianza y el escepticismo con que hoy juzgamos las modificaciones extremas y los entusiasmos utópicos de la especie, de la insurrección armada a la ingeniería humana. En El testigo quise vincular un momento de la historia de México con las claves íntimas de quienes lo vivieron. La idea provino de un veloz diálogo entre Paz y Borges. Descendiente de militares, el autor de Ficciones afirmaba con ironía que las gestas históricas le producían la admiración que sólo puede sentir un cobarde. Escribió sobre la carga de Junín y urdió tramas de traiciones ejemplares. En “La suave Patria” encontró una evocación contraria, antiépica, de los valores nacionales: un territorio soñado por un niño donde “el tren va por la vía como aguinaldo de juguetería”, las alacenas son un “paraíso de compotas” y el cielo es rayado por “el relámpago verde de los loros”. Borges no podía admirar sin memorizar. “La suave Patria” se incorporó a su vasto repertorio. Pero le intrigaban algunos localismos que pronunciaba sin entender. Uno de ellos era “Patria, vendedora de chía”. ¿A qué producto nacional se aludía? Al encontrarse con Paz supo que se trataba de una semilla. Borges admiró que el poeta de las cosas mínimas describiera a su país como un vivero de semillas. La idea se perfeccionó al saber que la chía sirve para hacer agua fresca. “¿Y a qué sabe?”, preguntó. La respuesta de Paz fue simple y poética: “Sabe a tierra”. El sentido de pertenencia de López Velarde se resume en esa frase. La patria es la tierra que bebemos sin darnos cuenta. Ese breve diálogo me sugirió una historia. Incapaz de la concisión de los poetas, escribí una novela de 470 páginas. Abundan los recursos velardianos que pueden pasar a la narrativa. Escojo los siguientes al modo de una Carta de Creencia: la exaltación y confusión de los sentidos; la importancia de lo infraordinario como clave psicológica de los personajes, la ironía ante la fracasada elegancia de lo ampuloso; la tensión entre la fe y los impulsos; el epigrama que condensa lo que se dijo antes; los ámbitos espectrales (la “alcoba submarina”); el entendimiento del mundo a través de la mujer; la fuerza demoledora de la Historia y la resurrección sentimental de sus reliquias. SOMBRAS PARALELAS: JOYCE Y LÓPEZ VELARDE La literatura comparada sigue las reglas de la metáfora descritas por Roman Jakobson: mientras más alejados estén los términos equiparados y más fuerte sea el vínculo que los une, mayor será el efecto. Asociar a un poeta de la provincia mexicana que escribió un puñado de versos con el máximo torrente narrativo de la literatura inglesa cumple con el requisito de relacionar elementos distantes. ¿En verdad existe una línea de fuerza entre ellos o se confunde el efecto con el efectismo? Joyce y López Velarde son ríos apartados y distintos. Ninguno de los dos conoció al otro. Joyce recibió los primeros ejemplares de Ulises el 2 de febrero de 1921, día de su cumpleaños. López Velarde murió pocos meses después, de modo que no pudo leer la novela. La primera versión en español del célebre monólogo interior de Molly Bloom apareció en 1924, en la revista argentina Proa, en traducción de Jorge Luis Borges. Beckett fue muy cercano al autor de Ulises y tradujo “El retorno maléfico”, pero lo hizo en 1952 y su versión se publicó en 1958, mucho después de la muerte de Joyce, ocurrida en 1941. El diálogo entre ambos es conjetural. Un juego de sombras. Sus biografías guardan semejanzas significativas pero genéricas. Compartieron la misma época; fueron lectores de la Biblia, Laforgue y Baudelaire; se criaron en un ambiente obsesivamente católico y despreciaron a una potencia extranjera que amenazaba la cultura local (el celo antibritánico de Joyce es comparable al repudio por lo norteamericano de López Velarde). Ambos conocieron la pobreza, abandonaron su ciudad natal, asumieron el erotismo con un escatológico fervor carnal y religioso, admiraron la tradición y procuraron transgredirla. Joyce es un rupturista que aprecia las formas (de ahí que le importe alterarlas). Antes de Ulises, escribe poesía, teatro y cuento con canónica brillantez; en pintura, admira sólo los retratos; en música, prefiere la canción popular. Gabriel Zaid ha señalado la influencia que la encíclica del papa León XIII, Rerum novarum, promulgada en 1891, tuvo en la comunidad católica internacional: Transformó la militancia defensiva en conquista del mundo moderno, bajo la consigna nova et vetera: unir lo nuevo con lo antiguo. Dicha renovación “también apoyó que los laicos tomaran la palabra, lo cual fue decisivo para las letras católicas”. Joyce se rebela contra el catolicismo; no reconoce otro linaje que el de su elección y refunda su estirpe en un falso palíndromo: “Madam, I am Adam”. Es, para sí mismo, el Primer Hombre. López Velarde conserva su catolicismo pero lo sublima sensualmente. Villaurrutia observa con acierto que “la religión católica con sus misterios y la Iglesia católica con sus oficios” le sirven para alcanzar sus más íntimas y secretas intuiciones: En mí late un pontífice que todo lo posee y todo lo bendice. En su personal adaptación de la consigna nova et vetera, el poeta jerezano alterna recuerdos de provincia y frases de la liturgia con inauditas búsquedas formales. Comienza un poema en alejandrinos de manera llana, propia de un corrido: “Yo tuve en tierra adentro una novia muy pobre”, y lo subvierte en la siguiente estrofa: “ojos inusitados de sulfato de cobre”. Como Joyce, busca la exactitud científica en sus metáforas (los ríos sulfatados tienen un color azul verde) y renueva precedentes literarios (Nervo había comparado unos ojos verdes con el sulfato de cobre; al prescindir del color, López Velarde hace más sugerente el símil). En Ulises y “La suave Patria” los mitos operan en la esfera cotidiana. Leopold Bloom encuentra su Ítaca en Dublín y Cuauhtémoc es el “joven abuelo” de una nación casera y pudibunda, que tiene “la blusa corrida hasta la oreja”. Ambos autores muestran una fijación con la paternidad. Interrogado sobre la razón para elegir a Odiseo como modelo de su gran novela y no a otra figura más cercana a su formación, como Jesús, Joyce respondió: “Cristo no fue padre”. Un destino sólo estaba completo si tenía descendencia. La técnica del stream of counsciousness o flujo de la conciencia es, en sí misma, una refutación de la esterilidad. Joyce escribe antes de las pruebas de ADN, cuando la paternidad puede ser “una ficción legal”. Lo único que el padre otorga con certeza es el nombre. En el capítulo de la biblioteca de Ulises, se discuten los endebles cimientos de una religión que depende del padre y del hijo, vínculo que representa una duda. La Iglesia está fundada “sobre el vacío, sobre la incertidumbre, sobre la improbabilidad”. La paternidad le importa a Joyce por lo que tiene de transmisión de vida, pero también porque se trata de algo incierto, una apuesta en la ruleta del destino. Toda herencia está en entredicho. También lo desvela otra incertidumbre. Bloom vuelve a casa y encuentra el lecho aún caliente por la posible presencia de un intruso y, algo aún más agraviante, migajas de lo que comieron en la cama. Amar con plenitud no significa exigir la incomprobable fidelidad del otro, sino sobrellevar la vacilación. En su obra de teatro Exiliados, un personaje afirma: “No es en la oscuridad de la fe como yo te quiero sino en la viviente, incansable, hiriente duda”. Para Joyce, el verdadero amor no es ciego; es incierto: querer al otro implica aceptar la duda. Tampoco López Velarde cree en la posesión absoluta. Sus musas son intocables (de una de ellas dice: “la refinada dicha que hay en huirte”) y las mujeres de carne y hueso, provisionales. Siguiendo a Denis de Rougemont, Pacheco propone que el amor velardiano sea entendido bajo el concepto de “posesión por pérdida”. En su caso, la paternidad no es la arriesgada necesidad que asume Joyce. Su actitud se acerca a la de Hamlet, soltero incorregible del que tanto se discute en Ulises y que le anuncia a Ofelia: “No habrá más matrimonios”. En su prosa “Obra maestra”, habla del soltero como un tigre enjaulado “que escribe ochos en el piso de la soledad”. Para avanzar, para salir de la jaula, debería ser padre, pero “la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas”. Puesto que toda existencia desemboca en el deterioro, “vale más la vida estéril a prolongar la corrupción más allá de nosotros”. Al oír el cortejo amoroso de unos gatos, señala que están forjando “una patria espeluznante”. Se refiere a los maullidos, pero también a la insensatez de procrear. En esto coincide con Bioy Casares, a quien Borges atribuye la frase: “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Para sublimar la ansiedad de la procreación, el poeta jerezano entiende la obra literaria como su “hijo negativo”. La fecundidad se nutre de esa privación. Así engendrará sus textos y así se convertirá, al decir de Hugo Gutiérrez Vega, en “el padre soltero de la poesía mexicana”. Evodio Escalante comenta al respecto: “Crea pero negativamente. Es suya la libertad negativa, la libertad del no”. El celibato le permite una filiación imaginaria. Esta actitud no es del todo distinta a la de Joyce. En Ulises, Stephen Dedalus se siente “el padre de su nieto no nacido aún”. Años antes, el mismo personaje había proclamado en Retrato del artista adolescente: “Salgo [...] a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza”. ¿Hay algo más próximo a la “conciencia increada” del espíritu que el “hijo negativo” encarnado literariamente por López Velarde? Para estas reflexiones soy deudor de un libro impar: Ulises. Claves de lectura, de Carlos Gamerro, novelista argentino que ha dedicado décadas a la enseñanza de Joyce y Shakespeare. A propósito del tema de la filiación, Gamerro recuerda la idea de Borges de que “cada autor crea a sus precursores”. Leer, asumir influencias, es una paternidad hacia atrás. Más allá de los cruces temáticos y anecdóticos, me interesa señalar que, por caminos muy diversos, Joyce y López Velarde emprenden una búsqueda parecida. La poesía del jerezano y la prosa del irlandés fluyen de manera muy distinta pero se alimentan de un agua común. Los poemas de López Velarde cuentan historias: el fracaso de un romance con una chica que vivía cerca de una estación de ferrocarriles (¿qué amor sobrevive al nerviosismo de oír tantas máquinas y silbatos?), el recuerdo de una prima seductora, el regreso a la aldea castigada por la guerra, el sueño de una mujer con guantes negros... Este componente narrativo del poema no se opone a la métrica. El poeta alterna el endecasílabo con el alejandrino, conservando la cesura en la séptima sílaba; sus rimas, caprichosas pero constantes, pueden ocurrir en los versos impares, en dísticos o en tercetos. Estamos, como señala Eduardo Hurtado, ante un discípulo del modernismo que utiliza la retórica con una libertad precursora del verso libre, que no llegó a ejercer. En su devaneo narrativo, estos poemas siguen los caprichosos saltos de la mente. Octavio Paz observó en ellos: [...] la marcha zigzagueante del monólogo: confesión, exaltación, interrupción brusca, comentario al margen, saltos y caídas de la palabra y el espíritu. Esta alusión al monólogo —recurso emblemático de Joyce— resulta definitiva. En su peculiar stream of consciousness, López Velarde pone su yo en escena y avanza por asociación libre, buscando “los pasos perdidos de la conciencia, el caer de un guante en un pozo metafísico”. ¿Hacia dónde se precipita esa prenda que no hace ruido? “Mi corazón, leal, se amerita en la sombra”, dice el poeta. El sentimiento madura en una cavidad umbría. Ahí, el inconsciente toma la palabra. Guillermo Sucre señaló el papel afrodisíaco que le asigna al color negro. El alma del poeta está escindida entre la adoración de una musa intangible y el placer carnal de las prostitutas, “mariposas de sangre”, “distribuidoras de experiencia / provisionalmente babilónicas”. El negro permite reconciliar ambos extremos; es la promesa de una unión en el más allá. La pasión carnal no se extingue en esta transfiguración póstuma: el alma se erotiza. Ya Noyola Vázquez había advertido la importancia de “la moda como vestidora de la muerte y velo de la inocencia” en las mujeres de López Velarde. No es casual que privilegiara la ambivalente tela de ala de mosca. Al evocar la infancia, su prima se presenta “con un contradictorio / prestigio de almidón y de temible / luto ceremonioso”. Tiempo después evoca a una mujer a través de “aquel vestido / de luto y aquel rostro de ebriedad”. En su poema final, “El sueño de los guantes negros”, reaparece la prenda que caía en un pozo metafísico para protagonizar un “amor constante más allá de la muerte”, como quería Quevedo. Joyce es afín a esta unión de Eros y Tanatos. En “Los muertos”, relato maestro de Dublineses, el protagonista descubre la fuerza del amor a partir de la certeza de que todos sus conocidos desaparecerán como las sombras. Sólo quien se atreve a concebir el paso al “otro lado”, donde impera la muerte, conoce el verdadero amor. En el penúltimo capítulo de Ulises, Joyce enlista los temas de los que hablan Bloom y Dedalus. Asombrosamente, se trata del repertorio, casi íntegro, de López Velarde: la música, la literatura, la comida, la patria, la prostitución, la Iglesia católica, el celibato eclesiástico, la identidad y la educación religiosa. Ulises narra la historia de un regreso. Joyce prepara a su protagonista para volver a casa, la Ítaca doméstica, del mismo modo en que López Velarde vuelve al hogar en “El retorno maléfico”, “El viejo pozo” y “El sueño de la inocencia”. En ambos autores, el “eterno retorno” involucra a los objetos. Bloom marca un florín para ver si lo reconoce al volver a sus manos. Pero la moneda circula sin regresar (por eso en “El Zahir” Borges menciona “el florín irreversible de Leopold Bloom”). En el intrincado sistema de relaciones de Ulises, ciertos utensilios reaparecen como talismanes, cumpliendo la función de la rima en la poesía o el leitmotiv en la música. Las cosas más sencillas —un riñón, la papa que Bloom lleva en el bolsillo, una pastilla de jabón, un florín— regresan con alguna modificación, enfatizando la poética del retorno. López Velarde se sirve de los enseres diarios con el mismo propósito. Su “tristeza reaccionaria” tiene menos que ver con la política que con la nostalgia de las cosas perdidas. Sólo a través de la memoria se regresa al “perímetro jovial” que las mujeres formaban en la plaza del pueblo. La epopeya de Ulises conmueve por la humildad de su meta. Enfrenta toda clase de portentos pero su historia es, a fin de cuentas, la de un hombre que quiere volver a casa. Joyce y López Velarde enfatizan el tono común de esta saga. Leopold Bloom no enfrenta al cíclope ni a las sirenas en parajes lejanos; deambula por Dublín. ¿Qué encuentra al volver a su Ítaca personal? “Un tarro vacío de carne envasada marca Ciruelo, una canasta oval de mimbre que contiene una pera de Jersey...”. El sentido de pertenencia de- pende de esos productos caseros, como la “suave Patria” depende de “un paraíso de compotas” y “la picadura del ajonjolí”. Arrobado ante el regreso, el judío Leopold Bloom observa los alimentos providentes “con la luz de la inspiración brillando en su semblante y llevando en sus brazos el secreto de la raza”. Al igual que Moisés, avista su Tierra Prometida. Esta sacralización de lo hogareño coincide con la de López Velarde. Pensemos en los estímulos caseros que llegan a su nariz, del “denso / vapor estimulante de la sopa” al “perfume de hogareños panqués”. En consonancia con esta liturgia de los alimentos, Joyce alude al chocolate como mass product, ambigüedad que al escucharse puede significar “producto masivo”, pero también “producto de misa”. Luego se refiere a la “criatura cocoa”. Como la sangre de Cristo, el chocolate caliente, sustancia viva, permite una comunión y una transubstanciación. La despedida de Bloom y Dedalus es a un tiempo común y trascendente. Salen al jardín a orinar y contemplan la bóveda celeste. Se trata, como observa Gamerro, de una repetición del momento en que Virgilio y Dante emergen del Infierno y reconocen las estrellas, pero también re- suena ahí el final del Paraíso y el “amor ardiente que mueve las estrellas”. En “El viejo pozo”, López Velarde vuelve a su Ítaca y se asoma al brocal que tiene una condición de oráculo. Ahí se han visto reflejadas las fragantes frondas de los árboles y los rostros de los novios que celebraron sus primeras nupcias con un beso de “fresco gozo a manantial”. Ahí buscó de niño los “vaticinios de la tortuga” que purificaba el agua al fondo. En un líquido fluir de la conciencia, toda su historia emana de ese sitio; de ahí provienen las “suaves antepasadas” en las “que ardía la devoción católica y la brasa de Eros”, la guerra de Reforma, la fortuna familiar dilapidada “con un estrépito de plata” y la ilusión del amor. Esta revisión del destino desemboca, como en Dante y Joyce, en la contemplación de las estrellas: el último amor imposible está en el cielo. En 1916, a los 28 años, López Velarde se asoma a un espejo de agua hundida: El pozo me quería senilmente; aquel pozo abundaba en lecciones de fortaleza, de alta discreción, y de plenitud... Pero hoy, que su enseñanza de otros tiempos [me falta, comprendo que fui apenas un alumno vulgar con aquel taciturno catedrático, porque en mi diario empeño no he podido [lograr hacerme abismo y que la estrella amada, al asomarse a mí, pierda pisada. El poeta quiere atraer a la amada con una tentación de abismo; ser el pozo en el que un astro se precipita. Cuando Bloom y Dedalus contemplan el cielo ven una estrella fugaz. Para mayor similitud con López Velarde, el astro se desplaza “hacia el signo zodiacal de Leo” (el poeta jerezano, que era Géminis, se había asignado el imaginario horóscopo erótico del León y la Virgen). En ese instante se ilumina la ventana de Molly, versión terrestre de una estrella y anuncio del amor. Extasiado, Bloom escucha el sonar de una campana. Una iglesia mide el tiempo. El florín no regresó a Bloom. Lo único metálico que vuelve es ese sonido. Un verso de López Velarde podría servirle de explicación: “las campanadas caen como centavos”. Bloom queda listo para el auténtico regreso: el encuentro amoroso. El último capítulo, narrado por el inconsciente de Molly, representa el mayor logro formal de la novela. Ocho frases sin puntuación recuperan el fluir de la conciencia. El número no es casual: Molly nació el 8 de septiembre, día de la Virgen. Acostado, el número representa el signo del infinito, el mismo que el soltero de López Velarde traza en el suelo de la soledad. Las palabras finales del monólogo, en la traducción de Salas Subirat, son las siguientes: [...] y después le pedí con los ojos que me lo preguntara otra vez y después él me preguntó si yo quería sí para que dijera flor de la mon- taña y yo primero lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir en mis senos todo su perfume sí y su corazón golpeaba como loco y sí yo dije quiero sí. Al comentar este párrafo, Anthony Burgess resumió el entusiasmo de legiones de críticos: “No hay júbilo mayor en toda la literatura”. Esa frase musical guarda íntima similitud con el poeta jerezano. Cuando López Velarde escribió que en su juventud había sido un seminarista “sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”, Bernardo Ortiz de Montellano pensó que “olfato” equivalía a “malicia”. Villaurrutia lo sacó de su error en un ensayo donde se ocupa de la sensualidad olfativa de López Velarde. Molly Bloom desea que su marido sienta “todo su perfume”. El sentido del olfato opera en proximidad, como lo sabe López Velarde, que celebra “la aromática vecindad de tus hombros” y “la quintaesencia de tu espalda leve”. Pero es en la última línea donde Joyce es totalmente velardiano: “su corazón golpeaba como un loco”, variante del ameritado “son del corazón”. Y las palabras de clausura, “y sí yo dije quiero sí”, remiten a la expresión predilecta de López Velarde, el “monosílabo inmortal” pronunciado por una mujer: “sí”. RÍOS, GOTAS, AGUA SUELTA Nuestros autores entienden el lenguaje como un material fluido. Al asomarse al viejo pozo, López Velarde escucha “la estro- fa concéntrica en el agua”, en otro poema advierte “los rítmicos sollozos de una fuente” y en otro más escucha una “gota categórica” (la esdrújula traza la ruta del agua en su caída “ca-te-gó-ri-ca”). En “El sueño de la inocencia” el poeta llora con tal fuerza que causa un diluvio que inunda Jerez. Los niños lanzan barcos de papel sobre sus lágrimas. Este regreso líquido cierra un círculo: el poeta recibe, simultáneamente, los Santos Óleos y el Bautismo. Por su parte, Joyce señala en una carta que su literatura es “un intento de subordinar las palabras al ritmo del agua”. Según cuenta su insoslayable biógrafo, Richard Ellman, la noche en que concluyó el pasaje de Anna Livia Plurabelle, en Finnegans Wake, tuvo dudas respecto a la forma en que fluía. Por entonces vivía en París y se acercó al Sena para escuchar el río desde un puente, tratando de averiguar si su tono era el correcto. “Regresó satisfecho”, comenta Ellman. Afecto a la “oración continua” de San Silvino, forma religiosa del monólogo, López Velarde abunda en imágenes líquidas: “el cándido islote de burbujas / navega por la taza de café” y la historia patria es protagonizada por “ídolos a nado”. El sistema de comparaciones, la exploración de las posibilidades naturales del habla, la mitologización de lo cotidiano y la libertad rítmica del lenguaje emparentan a ambos autores. Señalo una concordancia menos fácil de advertir y más profunda: la manera en que educan su estilo literario. La historia de un estilo es un aprendizaje de lo real, el modo en que la experiencia se transforma en hecho estético. A propósito de la relación epistolar de Joyce con su esposa, Nora Barnacle, escribe Carlos Gamerro: Las cartas de Nora eran no sólo sexualmente explícitas sino sintácticamente anárquicas, y en lo que otros hubieran visto mera falta de educación, Joyce descubrió un estilo. Como Stephen, era mejor alumno que maestro: donde otros hubieran cedido a la tentación de enseñar, él supo aprender. No es otra la misión de López Velarde, quien se declara “un espontáneo / que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo” y busca el desaprendizaje como una propositiva recuperación de la inocencia: “fuérame dado remontar el tiempo, y en una reconquista feliz de la ignorancia, ser otra vez la frente pura y bárbara del niño”. Critica “la crasa dicción de la ralea” pero se beneficia de ella. Su lengua “pura” y “bárbara” convierte el habla común en literatura, crea una ilusión de espontaneidad perfectamente trabajada. El lenguaje popular le permite decir que una mujer lleva “la falda hasta el huesito”. Su inventiva aumenta al reciclar frases hechas con una insólita adjetivación (“la erótica ficha de dominó”, “la novedad campestre de sus nucas”). De manera aún más audaz, hace poesía desde el error, sirviéndose de pleonasmos y reiteraciones: “el viejo pozo de mi vieja casa”, “vas dibujada en mí como un dibujo”, “el amor amoroso” de “las parejas pares”. Como Joyce, es el voluntario aprendiz de una realidad imperfecta. Educado en el equívoco, busca el reverso de lo real y evita la grandilocuencia como una forma de lo ya dicho. Ante la leyenda de las Once Mil Vírgenes, se concentra en sus “pequeños gritos modestos”. Las auténticas lecciones llegan en miniatura. Al acercarse al pozo, entiende que los mensajes que de ahí emanan tienen la imborrable importancia de las “históricas pequeñeces”. La escritura literaria busca un idioma no sólo personal, sino privado. Se trata, por supuesto, de una meta inalcanzable. En sentido estricto, todo idioma comunica. El habla de una sola persona es un sinsentido. Incluso los lenguajes herméticos apelan a la comprensión (descifrar sus códigos permite conocer su oculta claridad). En Finnegans Wake Joyce se acercó más que nadie a la creación de un lenguaje único que, sin embargo, pudiera transmitir comunicados. Este empeño radical es imitado en mayor o menor medida por todo escritor de relieve. La voluntad de estilo transforma un instrumento común —las palabras diarias— en algo propio. Escribir en clave literaria significa escribir “de otra manera”, aniquilar la literalidad. La literatura no es un lenguaje privado: es la ilusión de un lenguaje privado. Reconocemos a Borges o a Rulfo en cada línea. Estamos dentro del secreto. No es casual que Jorge Cuesta haya dicho que López Velarde fue “el poeta más personal que en México ha existido”. Lo mismo podemos decir de Joyce en la literatura inglesa. La paradoja es que ambos nos admiten en su peculiar órbita. En Cartas credenciales, discurso de ingreso a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi habló del descubrimiento que hizo en la infancia al desplazarse de un país a otro. Entendió, de una vez y para siempre, que la experiencia particular puede ser universalizada. Admitimos sin trabas que Dostoievski sea ruso y Kawabata japonés, pero lo hacemos porque su sentido de pertenencia es tan individual como el de cada uno de nosotros. J. M. Coetzee ha hablado de la “autoridad de la voz” para referirse al pacto que el autor establece con su lector. En principio no tenemos por qué creerle. ¿Con qué autoridad habla? ¿Cómo nos convence? La verosimilitud de un texto depende de una lógica de sentido, pero también y sobre todo, de un lazo emocional. La inteligencia es el cartero del arte: lleva mensajes de un lado a otro. El efecto de las misivas es patrimonio del sentimiento. Ante la inminencia del hecho estético, la razón deja de pensarse a sí misma y cede su sitio, como quería Nabokov, al escalofrío en el espinazo. En palabras de López Velarde: “El pensamiento, en su fracaso, es sostenido alegremente por los cinco sentidos corporales”. Podemos agregar que esta caída de la razón es racional: la inteligencia fija sus límites. “La historia es una pesadilla de la que intento despertar”, escribió Joyce. ¿A qué realidad despierta el escritor? A la de la vida íntima, olorosa a sábanas, donde la historia del cosmos es un descubrimiento sensorial. “No se puede vivir sin amor”, escribió el sufrido Malcolm Lowry. La literatura es una afirmación de la vida. Ahí, el “monosílabo inmortal” anuncia que el amor es posible, noticia a un tiempo atractiva e inquietante, pues no hay forma más complicada de la felicidad. UN REGRESO López Velarde viajó incontables veces entre Jerez, Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí y la ciudad de México. Ése fue su mundo. No conoció el mar ni tuvo una casa. Tampoco usó reloj. Amó a cuatro mujeres que lo correspondieron espiritualmente. Ninguna se casó con él y todas murieron solteras. Vestía de luto desde la muerte de su padre. Era un hombre alto para la época, de voz discreta y modales sencillos. A las siete de la tarde salía a caminar desde su despacho en Avenida Madero número 1. Pasaba por la Casa de los Azulejos y seguía hacia la calle de Mesones, donde visitaba al pintor Saturnino Herrán, otro artista hechizado por la belleza femenina. Ramón lo acompañaría en su lecho de muerte y escribiría una estampa imborrable del momento en que el pintor sintió que las manos se le adormecían y pidió a las mujeres que lo rodeaban que se las mordieran para devolverle el tacto. La ciudad era para López Velarde un “jeroglífico nocturno” (frase, por cierto, digna de Joyce). Su pasión por las largas caminatas lo llevó a resfriarse mientras hablaba de Montaigne con un amigo. Desatendió la enfermedad y contrajo una pulmonía que poco después se transformó en pleuresía. Al recibir los Santos Óleos, preguntó si la Iglesia ya aceptaba la cremación. Su cadáver no pudo arder, pero su poesía no ha dejado de hacerlo. Ramón, o el fantasma que nuestro fervor mantiene vivo, camina en 2014 por Mesones, pero no se detiene en casa de Saturnino Herrán. Sigue rumbo a la calle de las librerías de viejo. La plaza de Santo Domingo vuelve a traerle recuerdos de Zacatecas. Ahí, los escritores públicos escriben cartas para los novios a los que les sobra amor y les falta ortografía. En un kiosco, un periódico le informa que al fin un Papa lleva el nombre de Francisco, pobre entre los pobres. El beneplácito de la noticia se mezcla con un sobresalto. Un encabezado habla de la reforma energética. El poeta recuerda un dístico de “La suave Patria”: El Niño Dios te escrituró un establo y los veneros de petróleo el Diablo. Ve con repudio los muchos anuncios de marcas norteamericanas. Fastidiado, sigue por Donceles. El Templo de la Enseñanza lo cautiva con un barroco a escala, propio de una devoción de juguetería. Prosigue hasta un zaguán en el que se anuncia una conferencia: “Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde”. No sabe lo que significa con precisión esa palabra que le suena forzada: “narrativa”. Entra porque siempre ha creído en citas con los espectros y el cartel informa que es uno de ellos; pertenece, como tantas veces lo soñó, a la legión transparente. Escucha lo que se dice de él. Su cortesía es del tamaño de nuestro entusiasmo. Esto permite un acuerdo que acaso no sea sino una ilusión literaria: hablamos su idioma. Se ha hecho tarde. Una campana suena en alguna parte. Una ventana se enciende en una alcoba. Es hora de que el silencio recupere sus derechos. La noche es ya “perfume y pan y tósigo y cauterio”. El poeta que se fue, acaba de volver.
Objetivos y metas generales de la Cátedra Juan Villoro 2019-2020
Universidad Popular Morelense
Con nuestro más cumplido agradecimiento a la Lic. Margarita González Saravia Calderón y Lic. Mario Antonio Caballero. Titular y Secretario técnico respectivamente de la: